miércoles, 1 de agosto de 2012

alma negra



Alma negra

Nada hubiera ocurrido de haber vestido el gabán marrón. Estoy convencido de ello.



Esta mañana antes de salir de casa, a última hora, tras cinco largos años y en un impulso impropio de mi orden metódico diario se me ha antojado ir a descolgar el gabán negro del armario nogal de la habitación de invitados, tristemente llamada así pues pocos amigos tengo. Él marrón ha permanecido en su colgador perenne.

Solo acariciar el paño negro del gabán me ha regalado el tacto con su suavidad. Al enfundarme en él he sentido que se adhería a mi piel formando parte activa y protagonista del cuerpo.

Ya en la calle me siento sereno, solo un tanto disgustado por andar entre tanta gente. Transeúntes que sin ningún tipo de disciplina se mueven de arriba a abajo y al revés. Todos iguales, como autómatas de cuerda. Solo yo entre muchos de ellos tengo hoy un destino claro e importante.

El sol tímido empieza a pintar las calles de colores naif. El rojo de mis labios crece y me estremece. Son calles demasiado largas para no llevar a ningún lugar, abarrotadas a ambos lados de negocios y pequeños comercios que cuelgan mil letreros multicolor en las fachadas monótonas.

Hoy es el día. Para ello este gabán me aguardaba como otras veces en el armario. Me da poder y he decidido de una vez por todas acabar con mi rastreador. Voy a cortar el camino al único hombre que de nuevo impide mi andar independiente por este mundo de soledades.

Él siempre camina pasos tras de mi. Espera el momento apropiado para llevar a la praxis mi final definitivo. Dictadas lleva las instrucciones en el microchip de su cerebro. No tiene rostro alguno; la verdad es que tampoco he conseguido verle nunca. Aunque se que está ahí. Le presiento.

El corazón penitente golpea mis sienes en un latir duro y constante. Sin parar avanza  como las manecillas de un reloj en un mismo sentido.

Quiero sorprenderle y con un giro repentino entro en una tienda de golosinas. Le veo pasar con su gesto de estudiado disimulo. La dependienta que pregunta lo que deseo queda helada con mi mirada gris opaca y en silencio observa como salgo de nuevo.

El vigilante se ha convertido ahora en vigilado. Se inquieta porque se ha quedado fuera de juego y ha de seguir su paso inevitable. Se le ve confuso. Nunca antes fue el protagonista de los sucesos. 

Entra en un edificio cualquiera de oficinas, le sigo y tomamos el ascensor a la tercera planta. Se siente acorralado lo percibo en el nerviosismo de su parpadeo continuo.

Para el elevador. Mientras se abren las puertas hace un patético ademán de cederme el paso, que rehúso. Definitivamente se convence de que algo va mal y echa a andar rápido por el pasillo. Entra como un animal a sacrificio en la escalera de emergencias.

Es el momento de darle alcance. Entro tras él. En una zancada y rápidamente le rodeo el cuello con el brazo apretándole contra mi cuerpo mientras empuño fuerte el arma que duerme en el bolsillo del gabán.

Jamás pensé que la carne humana fuera tan líquida. Al hundirle el acero en la boca del estómago he tenido que sujetarlo fuerte para que no se derramase mezclado con la sustancia viscosa. Suerte que se ha incrustado en algo sólido que seguro era alguna de sus costillas. 

Consigo desincrustar el metal. Es tan hermosa la empuñadura de marfil que por un momento olvido mi misión. La cara encogida y distorsionada, que queda en una mueca descompuesta de dolor inmenso, me rescata de mi ensimismamiento. Él  me maldice en silencio obligado por su último aliento. Sin embargo veo renacer la vida en sus ojos en el momento de la muerte.

Le he liberado de la máquina opresora. Su alma vuela tras la convulsión de ese pequeño cuerpo enjuto henchido de huesos lacónicos.

Sigo con mi trabajo. Resquebrajo sus ropas y dejo al descubierto el área que me interesa. Trazo las líneas verticales con tanta facilidad que entiendo que ya estaban dibujadas. Desde la clavícula izquierda huesuda a la curva abrupta de la pelvis. Hundo en la traquea abultada para emerger en los genitales encogidos. De la clavícula derecha a la pelvis correspondiente. Otra en medio de las dos primeras y otra entre las dos segundas. Y más intermedias y otras transversales hasta visionar en el torso desnudo las rejas de su prisión. 

El cuerpo desgarrado en harapos empapados de sangre de un bello color púrpura encumbra mi obra maestra.

Que buen día para dejar colgado el odioso gabán marrón detrás de la puerta.